lunes, 24 de octubre de 2011

La larga espera del ángel





No soy Harold Bloom ni es preciso que nadie me niegue la capacidad para definir “el canon occidental”; ya lo hago yo solito. Sin embargo, dado que creo estar entre amigos y con un ánimo jovial propio de un salmón en temporada de desove –o sea, saltando contra corriente y desnivel-, voy a permitirme sostener que La larga espera del ángel, de Melania Mazzucco, forma parte de la historia universal de la literatura.

Su autora no se había quedado lejos de este objetivo con Un día perfecto, aunque siempre podría aducirse en contra de mi pretensión que se trataba de una narración demasiado “local” y subsidiaria de un momento concreto, no por ello menos digno de ser analizado hoy y en el futuro. Pero en la novela sobre Tintoretto –la que ahora reseño- cualquier frontera queda abolida: lo que en ella se cuenta está más allá de cualesquiera coordenadas, al menos en lo que se refiere a la cultura occidental; no estoy en condiciones de extender mi valoración a las otras. En mi opinión, y con la restricción señalada, La larga espera del ángel tiene un valor universal. Y si no lo alcanza habría que decir: “peor para nosotros y para quienes nos sigan”.

Quien haya tenido la curiosidad de leer alguna de las pocas reseñas que he incluido en este blog habrá comprendido que, para bien o para mal, sólo puedo apreciar una obra literaria cuando aúna sensibilidad e inteligencia. Y esta novela emociona hasta las lágrimas por la pasmosa combinación de ambas virtudes.

Pero entiendo que no debo limitarme a valoraciones y descripciones más o menos abstractas, sino informar a quien pueda estar interesado acerca de qué es lo que va a encontrar en ella. Helo aquí: la rememoración valorativa –ficción, sin duda, pero, ¡tan creíble!- de la vida del pintor veneciano Jacopo Robusti, Tintoretto, hecha por él mismo a lo largo de los “días de fiebre” que acabarán con su vida.

Creíble he dicho, y no tanto por la coherencia, difícil, si no imposible de establecer, entre el pensamiento del auténtico Tintoretto y el moribundo de la novela, sino por la tremenda sensación de veracidad y, lo que es más importante, de veracidad no intuida, no descubierta por el lector en su propia vida, que se desprende de lo narrado, de esas reflexiones hechas por una mujer italiana del siglo veintiuno a través de las palabras y de la sensibilidad -¡sí; ahí está el milagro!- de un varón del siglo dieciséis (me tengo por un varón cabal y a veces he tenido que recordarme, como pellizcándome la piel del alma, que quien me decía esas cosas tan de varón era una mujer).

¡Y luego, lo que dice, lo que SABE….! ¿De dónde, me pregunto, de qué ignorados Campi Flegrei ha salido esta sibila? ¿Cuán a menudo conversa en silencio con Hades? Habla de la mujer en/con/para el varón con un saber que trasciende las edades, pues reconoce en ella ese poder omnímodo que, a falta de otra palabra, nombramos “alma” y la vincula –no puede ser más evidente: véase el marco del relato- a la muerte, pero de ese modo tan propio del alma: haciendo que sólo en ese instante irrevocable la vida se convierta, real y definitivamente, en vida. Irrefutable.

Sé que voy a regresar a esa novela como regreso, desde los dieciséis años, a La montaña mágica, y desde más tarde a algunas –pocas- más. Voy a regresar con hambre y con nostalgia, no a curar, sino a estudiar bajo la luz que por las noches se enciende en esa morada las heridas que me inflija la vida; las que yo permita a la vida infligirme y también aquellas que yo mismo me provoque en nombre de una necesidad nunca comprendida del todo. Y a preguntarme por las que yo mismo causo a otros indeliberadamente. A sentarme silencioso frente a mi alma, frente a mi muerte.

Me faltan palabras, las que nunca faltan a la autora; de modo que prefiero callar, no sin cerrar mi reflexión con una frase que intente hacer comprensible lo que pertenece al corazón tanto como al cerebro, y que hace más justicia al libro que la que escribí al comenzar: La larga espera del ángel forma parte de mi Sagrada Escritura.